Crónicas
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Nick Cave – "The red hand files”
¿Qué imagina usted cuando piensa en un juicio? Este texto tiene varios temas que aclarar antes de comenzar realmente: el primero es que quienes escribimos nunca habíamos estado en un juicio y, por lo tanto, nos ganaba la imaginación y el cliché de cualquier película yanqui. Un juez con toga, alegatos enardecidos, ¡objeción, su señoría!
Tampoco somos abogadas. No sabemos hablar en ese lenguaje enrarecido de los letrados. Nuestro trabajo es simple: nos paramos en medio de la sala con una cámara y registramos todo lo que pasa. Y mientras tanto observamos. Esta crónica no es más que eso: las impresiones de dos personas en su primera experiencia en un juicio.
Así que si usted, quien lee, es un abogado con experiencia, que usa el gerundio cuando escribe y ama hacerlo de manera rimbombante, sepa que tal vez no tenemos mucho para ofrecerle. Siga bajo su propia responsabilidad. Acá solo vamos a contar obviedades para personas que, como nosotras, no entendemos nada de leyes pero que, como muchos, quisiéramos un poco de justicia.
Y ya para finalizar debemos decir lo más importante: que quienes escriben saben de antemano que se trata del juicio a un inocente: un hombre acusado de un crimen brutal pero del cual no sabe nada. Un perejil, en la jerga.
Real Academia Española
La sala parece un montaje teatral. Hay un “escenario” en donde la jerarquía queda clarísima: allá arriba, tres jueces. Un poco más abajo, el secretario. Y al nivel de los mortales, el resto. Acusadores, defensores. Más atrás, separado por una cerca, el público.
El Tribunal nos cita cada día a las 9 de la mañana. Son las 9 en punto. Ya están presentes la fiscal, el abogado de la querella que representa a la madre de la víctima, los abogados defensores y los acusados.
El abogado de Innocence Project Argentina, Manuel Garrido, no se sienta. Se recuesta en la baranda de madera que separa al tribunal del público, camina un poco, vuelve a recostarse nuevamente. —“Que se siente de una vez, me pone nerviosa”— dice la madre de Marcos Bazán —uno de los acusados y defendido por Innocence Project Argentina—, desde unos metros atrás. Lo dice solo como un deseo, un intento de apaciguar la propia ansiedad.
10.30 am. Afuera un hombre sentado en una silla sacude el pie con insistencia. —¿A qué horas arranca esto?— pregunta una mujer al policía que custodia la puerta pero solo recibe una sonrisa y un par de hombros hacia arriba.
En este primer día no lo sabemos, pero serán 15 jornadas y ni una sola empezará a horario. La espera mínima es de 2 horas. La justicia se toma su tiempo.
En esos momentos —mientras imaginamos a los jueces tomando café— estamos atrapados. No podemos irnos porque esto puede arrancar en cualquier momento, en cinco minutos, en veinte, en una hora, nadie lo sabe. Simplemente estamos acá esperando que aparezcan los jueces. No disponemos de nuestro tiempo. Y será así durante todas las jornadas, como un insoportable día de la marmota.
Después de las primeras audiencias, descubrimos que el inicio está marcado por dos hechos: el primero es la llegada del expediente en papel. 36 cuerpos, 200 fojas cada uno, sin perforar y cosidas a mano con hilo blanco encerado (una entre tantas costumbres que se niegan a desaparecer en el mundo jurídico). Unas 7200 hojas apiladas que narran el desenlace trágico de la vida de una adolescente, Anahí Benítez, que dejó su casa una tarde de sábado para dar una vuelta en el barrio y nunca más regresó.
El expediente llega en un carro como los que utilizan en los depósitos para transportar grandes mercaderías. Lo arrastra una secretaria del juzgado y lo custodia siempre un policía.
Después de esto, la señal inequívoca del inicio de este proceso es el gesto del secretario poniéndose el saco del traje. Los jueces no tardarán en entrar y, como en el colegio, todo el mundo de pie, el sonido de cuerpos realizando la acción en simultáneo, pueden sentarse. Y todos, todo el público, permanecemos en un respetuoso, casi ceremonial, silencio.
En 2022, la Justicia argentina registró un femicidio cada 35 horas, 252 mujeres en total (1). Si retrocedemos en el tiempo parece que poco ha cambiado. Seis años atrás, en 2017, fueron 251 víctimas. Y entre ellas, Anahí Benítez, de 16 años. De ella se hablará en este juicio. De su pasión por la pintura, de su vida de adolescente promedio, del colegio, las amigas, el amor, de su cabello contaminado con naftaleno, de su vegetarianismo. Irrumpiremos en su habitación desordenada —en donde además de dormir pintaba—, profanaremos su intimidad al leer fragmentos de sus diarios. Hablarán su madre y su padre, sus amigos, los vecinos del barrio, los policías que se involucraron en la investigación, los testigos involuntarios de los procedimientos.
Un entramado de recuerdos y de olvidos —sobre todo de olvidos— para intentar reconstruir la tarde del 29 de julio de 2017. Invierno, día frío, Anahí saliendo de su casa, no sin antes avisarle a su madre que va a caminar por el barrio para, luego, sentarse a pintar. Y después, silencio. El dolor y la sensación de tierra arrasada.
Y mientras tanto, a unas cuadras de distancia, un hombre joven, de 35 años, prende una hoguera en el patio de su casa. Mezcla un poco de arroz con verduras para alimentar a sus perros. A la noche, sobre la medianoche, sale en su moto rumbo a su trabajo de guardia de seguridad en un hospital. Ese hombre —Marcos Bazán se llama— no sabe nada de Anahí, más allá de alguna noticia vista de pasada en la televisión. Nada los une. Y sin embargo, en este momento, mientras la madre busca desesperada a su hija, la vida de Marcos ha cambiado sin que él pueda saberlo. La trama de un sistema retorcido y mediocre ya empieza a moverse y caerá sobre él.
¿Será posible la justicia?
“Ya sé que parece una locura pero así es”
Asistir a un juicio exige paciencia, mucha. Resistencia a la repetición tozuda de datos que no entendemos a dónde nos van a llevar. Cada testimonio aporta piezas de un rompecabezas del que hemos perdido el modelo original. Cada parte —la que acusa, la que defiende— tiene en el horizonte una historia para contarle al tribunal pero nosotros, espectadores no formados en este oficio, presenciamos jornada tras jornada solo pequeñísimos fragmentos de ese todo.
Los procedimientos se van a repetir día tras día, testigo a testigo hasta completar noventa y ocho. —¿Le informaron y le leyeron las penas con las que la ley castiga el falso testimonio?—. Sí. —Jura y promete decir la verdad—. Sí, lo juro. Los testigos darán su testimonio de espaldas al público y de frente a los tres jueces. Esta disposición lleva a que quienes preguntan (los abogados y la fiscal) no sean vistos por los testigos, lo que da lugar a cuellos torcidos intentando establecer contacto visual, a posiciones corporales extrañas. —Respóndame pero no me mire. Ya sé que parece una locura pero así es— le dice la fiscal a uno de ellos.
Y un poco todo parece una locura. Todo lo que vemos y escuchamos parece simplemente la puesta en escena de algo que sucedía hasta hace poco en el papel, aunque se supone que estamos en un juicio oral. Esto da como resultado lecturas en voz alta, reiterativas, de números de expedientes, fojas, listados de números identificatorios de pruebas, nombres de archivos, listas de personas, horas, minutos y segundos de archivos de video.
—Explique para que entendamos todos— le dice la fiscal a uno de los testigos. Repetirá esta frase, esa intención, con cada uno de los expertos que se sentarán en la sala. Medicina, bioquímica, geología, psiquiatría. Expertos en perros y seguimiento de rastros. Nadamos, por momentos nos ahogamos, entre conceptos que nos esforzamos por entender, descripciones detalladas del crimen que hacen retorcer el cuerpo, doler la panza, en un intento inútil por cerrar los oídos, por no escuchar.
El relato de lo que una persona escuchó mientras esperaba en la puerta de la panadería. Se decía en el barrio, todo el mundo sabía. —¿Quién se lo dijo? ¿Usted lo vio?— No, a mí me lo contaron.
Vamos a dar vueltas sobre lo mismo. Las entradas de la reserva en donde encontraron el cuerpo, la quema de basura en la casa del acusado, los perros que ladraron. —¿Recuerda más o menos a qué hora?—. Vamos a leer mensajes de whatsapp de un hombre que tenía una vida normal (Estábamos viendo lugares para irnos a la costa, queríamos estar más cerca de la naturaleza. Marcos quería irse a Córdoba, a mí me gustaba más el mar) y un día se convirtió en sospechoso de un homicidio.
La fiscal nos va a mostrar el video de un auto captado por las cámaras de seguridad callejeras. No podemos ver quién va adentro. ¿Llevan acaso ahí a Anahí? ¿La llevan aún con vida? Vamos a entender lo imposible de la reconstrucción del pasado.
La defensa de Marcos Bazán nos enfrenta a un hecho terrible: que la fiscalía que llevaba a cabo la búsqueda de Anahí, cuando aún estaba viva, envió un oficio a la compañía telefónica pidiendo información sobre su teléfono. Alguien en la fiscalía tecleó mal el número de IMEI (el que identifica cada celular) y la fecha sobre la que se hace el pedido de información. Alguien no revisó el pedido antes de enviarlo. La corrección se hizo 3 días después. Anahí ya estaba muerta.
Uno de los jueces dormita. Estamos viendo los videos de un procedimiento en el que un perro aparentemente identifica el olor de la víctima en la casa de un sospechoso. Fue la prueba reina con la que en un juicio previo condenaron a uno de los acusados a prisión perpetua, sentencia que debe ser revisada por este tribunal. Mientras en la pantalla el perro ladra y el entrenador le entrega una pelota como premio, el juez mantiene el mentón apoyado en el pecho, los ojos vencidos.
El perro del video se llama Bruno; el hombre que lo acompaña, Diego Tula. El pantalón camuflado y la remera verde militar le dan aspecto de pertenecer a alguna fuerza policial pero no es así: Tula trabaja para la empresa de limpieza de un municipio. En el 2017 era barrendero. Adicional a su trabajo principal, entrenaba perros. Bruno es su joya: un Weimaraner gris, rastreador de personas, que en las notas de los diarios es presentado como el «Messi de los perros policía que acorrala a femicidas”.
Diego Tula se mueve solo entre certezas mientras testifica: él elaboró su propio protocolo de trabajo con perros (ajeno a cualquier investigación, estudio o labor de campo que pudiera haber realizado cualquier otro experto en el mundo), afirma ser el único capaz de leer las señales de Bruno y sostiene que este es, en definitiva, infalible. Está seguro más allá de cualquier duda razonable: su perro reconoció el olor de la víctima en la casa de uno de los sospechosos —Marcos Bazán— y fue ahí en donde fue asesinada. También asegura que “si me hubiesen llamado a mí primero, todo esto no hubiera pasado, no estariamos aca, no hubiera habido juicios”. Lo que dice sin decir es que él la habría encontrado con vida. Él habría sido el héroe de toda esta historia.
Pero, con el correr de los días, a la seguridad inquebrantable de Tula (quien aseguró que el porcentaje de eficacia de su perro era del 95% y “sería muy soberbio de mí decir un 100% de efectividad”) se empiezan a oponer los testimonios de verdaderos expertos en perros y búsqueda de personas: el procedimiento de Tula careció de todo rigor científico y, más aún, la marcación que se observa en el video —el ladrido insistente del perro— responde a la gestualidad de su entrenador, a su motivación y al deseo del perro por recibir su premio. La ausencia de rastros de Anahí en las pruebas de ADN, sangre, pelos, huellas dactilares realizadas en la casa marcada por el supuesto experto y su perro refuerzan la inocencia de Marcos Bazán.
El pilar que Tula construyó se tambalea.
Durante todo el juicio hay custodia policial en la sala. Un hombre y una mujer policía, testigos involuntarios de este y otros procedimientos. —Ustedes qué dicen, ¿a Marcos Bazán lo absuelven o lo condenan?—. Lo van a condenar… aunque sea por encubrimiento lo condenan. —¿Por qué piensa eso? —Porque ya lo condenaron a perpetua, así que algo debe haber…
En el primer juicio, realizado en mayo de 2020, Marcos Bazán había sido condenado a prisión perpetua, al ser considerado autor del crimen de Anahí. El juicio se hizo vía zoom, en plena pandemia. Dos años después, el tribunal que revisó la sentencia encontró serias inconsistencias: consideró probada la violación “a la garantía de imparcialidad judicial” y destacó de manera negativa el “sesgo de los jueces al examinar la evidencia y motivar el veredicto de culpabilidad del acusado”. Marcos no fue absuelto directamente (como pudo haber sucedido) sino que fue obligado a pasar por un nuevo juicio, este que presenciamos.
Y aunque el principio de inocencia es, en el papel, un derecho que cobija a todos por igual, Marcos no gozó nunca de este beneficio y tanto él como sus abogados del equipo de Innocence Project Argentina saben que llegaron a este segundo juicio diez escalones abajo: hay que pelearla contra el prejuicio, contra el “algo habrá hecho” pero, sobre todo, contra un armado que entremezcla a la justicia con la política y los medios.
Cuando el cuerpo de Anahí Benítez fue hallado semienterrado en el predio de la Reserva Santa Catalina, el 4 de agosto de 2017, faltaban dos semanas para las PASO. Las cámaras se apostaron frente a su casa, persiguieron a sus amigos del colegio; los micrófonos apuntaron a familiares dolidos en busca de la nota del prime time. Durante uno de los allanamientos a las casas de la reserva, uno de los policías escuchó una llamada telefónica dirigida a un fiscal: —desde la gobernación llegó la orden de detener a alguien porque había mucho ruido en los medios—.
Tres audios de familiares de Anahí escuchados en la sala dan cuenta de que la intromisión siguió creciendo: un agente de la AFI habló con la familia y les aseguró que iba a trabajar en la investigación. Ese mismo agente apareció dentro de la fiscalía dando órdenes.
El psiquiatra que entrevistó a Marcos Bazán aseguró que padece estrés post traumático, no debería testificar. Aun así lo hace, se sienta temblando frente a los jueces. Pasó 5 años en prisión. Era solo un vecino de la Reserva en donde hallaron el cuerpo de Anahí. “Un jipi, un gil” asegura su abogado.
Marcos cuenta cómo, durante los días que Anahí estuvo desaparecida, se acercó a la comisaría a declarar porque vio, de paso hacia su trabajo, a un hombre encapuchado rondando por entre los caminos de la Reserva. Tal vez esa declaración lo puso en el radar policial. Tal vez, como él mismo dice, es culpable de haber sido un blanco fácil.
La tarde del 6 de agosto Marcos debía ir a buscar a su novia Florencia que lo esperaba en Capital para regresar juntos a su casa en Lomas de Zamora. —Teníamos que encontrarnos pero pasaron unas horas y Marcos no llegó. Me tomé el tren. Ahí me llamó su amigo y me dijo que a Marcos lo habían detenido—.
Los medios se hicieron un festín con su historia, los comentaristas sin rostro de las noticias pidieron su cabeza.
Unos días después, el celular de Anahí se encendió y lograron hallar a Marcelo Villalba. Las pericias fueron contundentes: su ADN se encontraba en el cuerpo de la joven. Pero la maquinaria ya había sido puesta en marcha. Marcos pensó que en unos días su situación se aclararía. Y acá estamos, seis años después del crimen, tras pasar cinco años en la cárcel, intentando demostrar una vez más que es inocente.
Llegamos a la última audiencia, la lectura del veredicto. El acto en sí no durará más de 5 minutos pero va a determinar el futuro de los acusados, Marcos Bazán y Marcelo Villalba.
La sala está abarrotada de público, periodistas y cámaras de noticieros. Los flashes se encienden con intensidad sobre el rostro de Marcos que viste de negro, el gesto tosco, el cuerpo paralizado por la ansiedad. Parte del público se ve obligado a esperar afuera, dada la capacidad de la sala. Los policías hoy se duplican en cantidad, cachean a los asistentes y forman una línea de contención entre ambos lados de la sala. Una vez más, esta vez por un problema informático, los jueces se demoran. Los nervios hacen al aire irrespirable. Todos deseamos que se termine esto. Finalmente entran los jueces. El silencio es absoluto, el temor también.
La asistente del secretario se dispone a leer el veredicto, es corto y concreto: absolución a Marcos Bazán, condena a prisión perpetua a Marcelo Villalba. La familia y amigos de Marcos intentan durante esos minutos comportarse. Silvia Jaime, la madre de Marcos, llora incrédula y se deja caer hacia atrás, la cabeza sobre sus amigos, finalmente aliviada.
Los jueces se retiran. Los familiares y amigos de Marcos festejan a viva voz. La madre de Anahí se va rápidamente de la sala.
La sensación es sin embargo confusa. Hay alivio y felicidad por Marcos, porque va a poder recuperar su libertad y su vida. Sin embargo sabemos que no será tan fácil sacar la cárcel de su cuerpo y de su cabeza después de tantos años. Esta absolución confirma además todos los huecos durante el proceso de investigación del crimen: no sabemos con certeza qué sucedió con Anahí ni si hubo otras personas involucradas. Y posiblemente, después de tantos años, no lo sabremos nunca.
Bajo errores, negligencias y las peores decisiones yacen los intentos que hacemos de justicia; actos que se pierden bajo capas de burocracia o que son arrastrados por la inercia de años de mediocridad y malas prácticas.
Existen pequeños esfuerzos, lo intuimos, lo sabemos. Pero la sensación después de presenciar por primera vez un juicio penal es que nadie sale de esa sala satisfecho, ileso, ni con la sensación de que hubo realmente justicia.
1.Registro Nacional de Femicidios de la Justicia Argentina: https://www.csjn.gov.ar/novedades/detalle/7204